Desde que The Wire salió del aire, en 2007, la reputación de la serie de David Simon y Ed Burns creció hasta convertirla en un hito cultural y social del siglo XXI; al mismo tiempo, tamaño triunfo artístico generó la creciente expectativa de que sus creadores regresarían, eventualmente, a esos territorios. We Own This City viene a ser, de algún modo, el cumplimiento de ese anhelo: un relato de rampante corrupción policial en Baltimore, desplegado a través de quince años en la carrera de un oficial de policía que operó sin límite alguno, dañando a la institución, a la comunidad y a sus propios compañeros en el proceso. Por cierto que con sólo seis horas de duración el terreno que cubre es mucho más acotado y restringido; pero es posible que sea más urgente: Simon, Burns y George Pelecanos operan aquí con mucha más libertad que en el programa original: aquí los culpables y las víctimas van aludidas con nombre y apellido, ya no parece haber espacio ni ánimos para enmascarar los acontecimientos en tramas ficcionadas. El Baltimore de We Own This City ya no es una ciudad cinematográfica o novelística: es una urbe cuyo proceso de descomposición no se detiene y, en consecuencia, está filmada sin adornos; sin belleza, casi. En bruto. De eso y más se habla en este podcast.
Adaptada a partir de la novela homónima que Ernest Cline publicó en 2010, la relevancia de Ready Player One no descansa hoy en su apabullante puesta en escena —más brillante que nunca tras una década de películas de superhéroes de escasa calidad, a nivel de efectos especiales— sino en su creciente presciencia en torno a la evolución del mercado del entretenimiento y la sociedad en general. Tras la pandemia ha quedado claro que digitalización, virtualidad y no presencial son términos que ya no sólo se aplican a video juegos y una que otra actividad laboral. La vida moderna está adoptando formas de convivencia paralelas a las del mundo real, en parte por asuntos de costos e inmediatez, pero también por un persistente deseo de escape, de fuga de la experiencia hacia planos que se sientan menos inseguros e inquietantes. ¿Hacia dónde nos llevará este impulso? ¿Hacia el Oasis imaginado por Cline, Spielberg y Hallyday? De eso y más se habla en este podcast.
Convertida en una figura central del cine contemporáneo tras la atención generada por Retrato de una mujer en llamas (2019), la directora francesa Céline Sciamma sorprendió a parte de su audiencia con Petite maman (2021), una cinta realizada en menor escala, con mínimo elenco y concentrada en un enfoque familiar e infantil. Sin embargo, una visión de conjunto a su carrera —una de las más interesantes del cine europeo, en lo que va del siglo— arroja la visión contraria: la cinta que la puso en mirada de todos viene a ser la excepción en una filmografía concentrada en temas de adolescencia (Girlhood, 2014), género (Tomboy, 2011), sociabilidad y despertar sexual (Water Lilies, 2007), todas filmadas con marcada sobriedad y un estilo llano que raya en la perfección formal. En medio de ese panorama, Retrato de una mujer en llamas aparece como una cinta realizada en clave de summa y reflexión en torno a su mirada y su propio trayecto personal y estético, aún en pleno desarrollo. De eso y más se habla en este podcast.
Producida sin comprar derechos a los herederos de Bram Stoker, Nosferatu comenzó su recorrido como una versión pirata de Dracula, de la que los tribunales ordenaron la (infructuosa) destrucción de todas y cada una de sus copias, pero al poco andar se convirtió en algo más: un punto de referencia esencial tanto del cine de terror y el cine alemán como de la pulsión romántica que encadena al séptimo arte con el Siglo XIX. Si la novela ya daba testimonio de la brillante intuición de Stoker para tomar viejos relatos folklóricos y construir a partir de estos una historia de pasión irreprimible, la película opera simplemente en niveles de genialidad, que aúnan las perspectivas de los diferentes autores de la cinta: el productor Albin Grau, el guionista Henrik Galeen, el actor Max Shreck, el director de foto Fritz Arno Wagner y el cineasta Friedrich Wilhelm Murnau. Para estos efectos, Nosferatu no es un mero clásico del cine mudo o el filme que consagró la poética del expresionismo alemán; se trata también de una obra que dialoga con el arte germánico del pasado, del presente y del futuro. La entrada hacia un intemporal mundo de tiniebla y criaturas tenebrosas. La confirmación de que imagen fílmica puede ser el registro de algo real, pero también un espejismo, un misterio. De eso y más se habla en este podcast.
En abril de 1968, cuando la Primavera de Praga parecía desplegarse sin límites, los estudios Barrandov dieron el vamos a uno de los proyectos más audaces de la Nueva Ola del cine checoslovaco: la historia de una niña que vive a mitad de camino entre un mundo de fantasía y de horror. Para cuando las cámaras se encendieron meses después, la Primavera era un recuerdo, Praga estaba ocupada por tanques soviéticos y el equipo de filmación trabajaba bajo el radar de un régimen que ya no tenía uso para la adaptación de la extraña novela de Vítězslav Nezval, acerca del ensoñado universo de Valerie, quien vive junto a una abuela, tiene un novio que la salva del peligro y un padre que, todo indica que es un vampiro. O al menos eso parece, porque las cosas van cambiando conforme la propia Valerie cambia su estado de ánimo y su aproximación a lo que la rodea. Escrita por Ester Krumbrachová —guionista de la hoy legendaria Margaritas (1966), de Vera Chytilová—, la película es una fábula acerca del final de la infancia y la inminente llegada de la pubertad, una fascinante relectura de los cuentos infantiles y las tradiciones folklóricas de Europa del Este y, por si fuera poco, el último de los clásicos checoslovacos que relatan esa revolución que la juventud emprendió contra la generación de los jerarcas, que detentaba el poder. Jóvenes versus viejos. Hijos versus padres. Fantasía versus realidad. Infancia versus adolescencia. De eso y más se habla en este podcast.
Involucrado en el negocio del cine casi desde que salió del colegio, Bertrand Tavernier desempeñó multitud de roles audiovisuales —ayudante todo terreno, crítico, publicista, distribuidor— antes de convertirse por fin en realizador con su adaptación de una novela de Georges Simenon, acerca de un respetado burgués de Lyon cuyo mundo se ve remecido cuando su hijo es acusado de un asesinato y se da a la fuga. El material pedía a gritos tratamiento melodramático, pero Tavernier opta por imponer parsimonia, calma y distancia en una película que no se siente como filme debut, en parte gracias al dúo de Pierre Bost y Jean Aurenche, dos guionistas de la era de oro del cine francés (los años 30s a 50s del Siglo XX), pero sobre todo por el tremendo nervio desplegado por Philippe Noiret, en el rol principal: bajo su calmado exterior, arde lento un volcán. De eso y más se habla en este podcast.
Es raro toparse en tiempos como estos con una película de la ambición y el rigor exhibidos por Drive My Car. No sólo porque supera con mucho los confines del cuento escrito por Haruki Murakami, sino ante todo por el pulso, la mano segura y confiada con que el ejercicio está ejecutado. El relato original —acerca de un actor que precisa de una conductora que lo lleve a sus actividades; la confesión que éste le realiza sobre las infidelidades de su mujer y de cómo, una vez que ésta fallece, él se vuelve cercano a uno de esos amantes— adquiere una resonancia muy distinta en la película, vía la adición de un elemento que, de ser lateral en la narración, pasa a ser fundamental en pantalla: los ensayos y puesta en escena de una particular versión de Tío Vania de Chejov, en la que cada actor del elenco habla distintos idiomas sobre el escenario. No es que Hamaguchi se esté yendo por las ramas ni esté intentando juntar peras con manzanas: estos dos brazos de su narración van trenzándose sin cesar, comentándose entre sí y expandiendo las consecuencias de lo que parece una historia privada, asignándole rasgos universales, creando una suerte de Torre de Babel al revés, donde la lengua, hábitos, preocupaciones, alegrías y miserias de los involucrados pueden compartirse precisamente porque son tan distintas. Sobre eso y otras cosas se discute en este podcast.
Nadie esperaba que una leyenda de la animación japonesa como Isao Takahata fuera a interesarse en hacer una película sobre Nono-chan, una popular tira cómica acerca de los avatares de una familia común y silvestre, inserta en un barrio, en una ciudad, en un mundo que —en principio— dista enteros de los ambiciosos escenarios de fantasía que Hayao Miyazaki, su colega y socio, había diseñado para Ghibli durante la década de los 90. En efecto, al lado de Porco Rosso o La Princesa Mononoke, Mis vecinos los Yamada parecen livianos, simples y hasta desechables. Pero es cosa de mirar con detención: todo lo que hace de Takahata un artista de alcance universal esta ahí, atrapado en medio de esos desayunos, salidas a comprar, chascarros, ataques de rabia, almuerzos, finales de día, peleas por la televisión y en fin, la construcción de una épica familiar, el relato de un viaje inmenso que se va trenzando de manera imperceptible, día tras día, tarde tras tarde, junto a los tuyo...
Naufragada como proyecto artístico y financiero sin ser ella misma una mala película, la dispareja Nightmare Alley (2021) de Guillermo del Toro ha servido al menos para enfocar la atención hacia la primera adaptación de la novela de William Lindsey Gresham: la fascinante Nightmare Alley de 1947, dirigida por Edmund Goulding y protagonizada por Tyrone Power. Vaya qué sorpresa se lleva uno al sumergirse en esta cinta de 20th Century Fox, olvidada por décadas y luego transformada en algo parecido a un filme de culto por su condición de puente entre el cine de horror de los años 30 y el Film Noir de los 50. Situada justo en medio de esas dos corrientes, la película de Goulding dista de ser una obra maestra, pero a cambio ofrece algo único: pistas sobre cómo la vapuleada sociedad que emergió de la Gran Depresión acabó convertida en una Sociedad del Espectáculo, en la que cada miembro disputa su espacio bajo la luz de los focos, antes de convertirse en una alimaña, una caricatura de sí mismo. Inserto en un país que todavía tambalea tras el carnaval sin tregua que significó la era Trump, se entiende el por qué del Toro quiso elaborar su propia versión de esta fábula de ascenso y caída, y claro, también se entiende que la metáfora le quedó grande. El filme del '47 consiguió más echando mano de mucho menos. De eso y más se habla en este podcast.
En un mundo donde los filmes realizados para el público adulto rara vez cuentan con el financiamiento que usualmente reciben las cintas de superhéroes y las franquicias: ¿cómo se las arregla un autor para desplegar su visión artística al máximo nivel? Tal como están las cosas, la respuesta a esa pregunta es algo como The Green Knight: filme de inmensa ambición y diseño, realizado con mínimo presupuesto (15 millones de dólares) por David Lowery, un realizador que —atrapado como está en este escenario de transformación– viene desde hace un tiempo reflexionando a fondo sobre la lógica del espectáculo (Mi amigo el dragón) y la expresión sin concesiones (A Ghost's Story). Su versión de las aventuras y el camino de perfección de Sir Gawain es es, al mismo tiempo, una brillante adaptación del clásico romance artúrico, un filme de aventuras, una fábula simbólica y una reflexión sobre la capacidad de releer mitos de la Europa blanca en clave de siglo XXI. Obra hecha para el cine del futuro, planteada desde el ahora. De eso y más se habla en este podcast.